La Tía, fue una artista del quehacer sopístico –con aladas manos de nixtamal- en la ciudad de México (algo así como una escultora y poeta consagrada al arte de los sopes), muchas de sus más fervientes seguidoras, fueron llamadas "Las Musas de Botero", adolescentes entradas en carnes, visionarias de la globalización (un poco gordas), y adeptas a sus manjares. La Tía –como cariñosamente le llamábamos- tenía su estudio en Lorenzo Boturini y nosotros de vez en vez, le hacíamos una visita saliendo (o saltando) de la escuela, para entrarle como aprendices a su athelier del comal. Como buenos adolescentes, nuestro apetito era insaciable: muchas veces equiparable al de 3 días en los separos en la extinta DFS. La fragancia de la Tía era muy peculiar: despedía un cargado aroma de "axila de tortillera" con aletazos de albañil, una verdadera oda a la transpiración; las gotas de sudor le chorreaban por la frente hasta alcanzar los sopes que se cocinaban en su pila bautismal o gran comal, y estas pequeñas (pero significativas) gotitas emanadas de sus glándulas sudoríparas, creemos que le daban el toque mágico a sus exquisitos sopes, -que es menester mencionar, y sin faltar a la verdad-, cuando nosotros andábamos un poco etilizados, nos conferían la materia prima para otorgarle cuerpo, consistencia y alma al vomito.
Los sopes de la Tía viajaban como pétalos de rosa, entre la hoja plástica pegada en su mano derecha, y el humeante comal. Era una de las últimas alquimistas. Su éxito no era un misterio, ella estaba mejor dotada que sus colegas de las calles de 5 de Febrero. En cada sope, podía verse esculpida la monumental obra erigida a base de manteca, masa y frijoles, aderezada con un manto de grasa, en la cual uno podía casi reflejarse gracias al exceso de aceite. Ella, no escatimaba ingredientes para cada sope o quesadilla: salsas verde o roja, a veces también le pedían un sope “bandera” (salsa verde y roja). Como toda una profesional, la Tía “bañaba” sus sopes con el respectivo queso y cilantro, y durante todo el rito, la Tía no cesaba de sudar y condimentar sus platillos.
Y es que el arte del sope, ha definido el "buqué" de una gran parte de la población de aquellos años mozos. La Tía fue uno de los pilares mas preciados de nuestra etapa "puberta". Ella consolidó con sus sabias recetas, nuestras futuras protuberancias delanteras: un pellejo de tomate, dos toneles de vinagre, media cucharada y ajo, una pizca de emoción, dos chiles salteados, tres gotitas de sudor, sal-pimienta y mugre al gusto. Un delantal roído con encajes en punto de cruz, con unas cuantas manchitas de frijol, aceite del 40 y mole al frente, evidenciaban las huellas de la batalla cotidiana de la Tía vs. el sope. La manga derecha doblada hasta el codo y la otra extendida hasta la muñeca, en la cual yacía el cuerpo del delito: algunos mocos verdes y secos, como seres atrapados por los constantes embates de la tía contra la ñata. Al fondo los ventanales, con las trazas que tras de sí dejó el humo de sus masísticas creaciones. Al otro extremo se escapaba el aroma del marfil de su perfil, en un baño del que emanaban sustancias tóxicas y prófugas del Pinil. Formas amorfas de dudosa procedencia. El simple hecho de entrar ahí, era transportarse a otros espacios, era un acto de valentía pura, y aun más, la aventura de "catar" los aromas provenientes de sus finas porcelanas "copeteadas" al tope, con tóxicos desechos escatológicos de alta crianza. Sus sopes debieron haber poseído la certificación como producto de origen y alcanzar la norma de calidad ISO 09000, junto con las huellas de cada una de sus manos, que deberían estar plasmadas a un lado de las grandes estrellas de Hollywood.
Es imposible imaginarse el Ateneo del Sope sin la presencia de una rokcola. Al igual que las creaciones del maíz temperado de la tía, la rokcola se convirtió en uno de los símbolos más emblemáticos entre los compañeros de aquellos años 70s. La Tía, en su afán por "democratizar" la música entre los feligreses, se dio a la tarea de colocar una rokcola en su místico tabernáculo del sope, para beneplácito de los comensales. Su exquisito gusto musical, intentó marcar las pautas en la moda de aquellos años, buscando la excelencia mediante vinilos cuidadosamente seleccionados y escogidos, para "educar" a las hordas y tribus urbanas que degustaban sus deshechos tóxicos. En ése mueble repleto con discos de 45 rpm, la Tía había vertido toda su experiencia musical, recorriendo palmo a palmo, los éxitos de los artistas del "pesero": desde Palito Ortega y Vicente Fernández, hasta Los Ángeles Negros, sin dejar a un lado las tendencias minimalistas de Rigo Tovar y su Acapulco Tropical, dignos representantes del movimiento cumbiambero.
La Tía adquirió conciencia real de su devenir histórico cuando se detuvo a mirar a sus jóvenes (casi pura lacra) y se ocupó de ellos, solo entonces, firmó el pacto visionario que le demandó el destino del sope y siguió el rumbo, atenta a las exigencias del porvenir masístico del nixtamal. Por sólo unas cuantas monedas, podías acompañar los sopes con una atmósfera cual de película de Juan Orol o “El Santo contra la Momia Azteca”. En definitiva, la Tía adquirió notoriedad en todas las clases sociales de aquella época: desde atorrantes, hasta señores de sociedad, bajaban de sus autos para pedir un tentempié. Tampoco es de extrañar que en olimpo de la Tía, se sirvieran “bajita la mano”, bebidas a base de malta. Las llamadas “chelas”, eran bien resguardadas por la Tía, pues de todos era sabido que su local no contaba con permiso para vender ése tipo de proteínas.
También de vez en cuando, no faltó el valeroso cantante o el arrebatado estudiante, grifo o tepo, que al compás de una cumbia, le saltaran las ganas de "raspar suela" (bailar) o ponerse a "berrear" (cantar), algo de la generosa y escrupulosa colección musical que ella atesoraba. La Tía, siempre atenta, no permitía que sus parroquianos perdieran el control: escoba en mano, arremetía contra todo aquel que profanará su templo o quisiera dar inicio a una fiesta asonada. Si alguno de nosotros se levantaba para darle de comer monedas o “chirolitas” a la rocola, lo hacía bajo su propio riesgo, pues al retornar a la mesa, uno podría encontrarse con una o varias sorpresas: una moneda en la salsa, un cigarro al pesto, un buen "gargajo" a medio sope, o una coca cola que no salía o circulaba en el popote, porque le habían echo un nudo para detener el flujo de vital líquido. La Tía desde el comal, oficiaba misa y a todos nosotros nos tenía bien ubicados por las dudas. La artesana del antojito, siempre “periscopeaba” de reojo a todos sus finos feligreses.
Recuerdo el día que en un descuido de la Tía, un compañero colocó una bengala sobre el comal. La escena fue catastrófica: parecía un 15 de septiembre aquel barullo bajo la mirada incrédula de la Tía. En su afán de castigar al culpable, hubo un tumbadero de sillas, gritos, sombrerazos y los manguerazos volaron por doquier hasta alcanzar al culpable de tan osada acción. Sin embargo, tras la intempestiva salida de muchos, a más de una calle, todavía se alcanzaba a vislumbrar la columna de humo ocasionada por la bengala.
Es una deuda histórica mencionar que para acceder a la carta de la Tía, era menester presentar la documentación médica correspondiente, que acreditara la alta resistencia y buen pedigrí del hígado para hacerse acreedor a un sope de su manufactura, porque de muchos es sabido, las consecuencias de la ingesta de sus sopes, pues al siguiente día, varios compañeros faltaban a clase por estar emulando a el "Tigre de Santa Julia", visitando de manera constante el baño y quejándose por todas sus flatulencias, muchas veces premiadas con "caldito", de ése que erosiona y pone verdes las tazas del baño.
¿Cómo olvidar la Carta de la Tía? Era una carta de menú de tan sólo dos caras, la cual estaba revestida de aceite, mucha mugre oscura en sus ángulos, y con más huellas dactilares que un teléfono público, una verdadera invitación a la infección ineludible. Su “artesanal” carta parecía un certamen de faltas de ortografía, las cuales eran suplidas por una buena dosis de cinta scotch y otro tanto de pegostes. En éste códice del sope, la Tía había puesto mucho empeño, esmerándose en transmitir a sus comensales o cobayas, las bondades del sope en todas sus vertientes posibles. Aunado a ello, el ambiente era insuperable si le sumamos las emisiones de humo que se daban cita en Lorenzo Boturini y la calzada de Tlalpan, sin olvidar el tráfico, el paso a desnivel, y uno que otro teporocho.
La Tía, junto a la figura del famoso “Paisa” (el del Arte del Taco), es uno de los personajes más emblemáticos que hicieron y forjaron varias generaciones de mexicanos con hígados de acero e intestinos estoicos. Sus mordaces salsas, fomentaron las investigaciones médicas para abatir los racimos de almorranas ocasionados por su peligrosa combinación de chile, frijol y sudor. Sin embargo, a más 30 años, seguramente su sabor y aroma perdura en el recuerdo de muchos “garnecheros” profesionales, porque el paso del tiempo, no fue ningún impedimento para combatir el buqué y la halitosis que sus sopes dejaron en varios combatientes asiduos a su templo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario