jueves, 10 de enero de 2013

Contrastes entre una Sinfónica y una Big Band Jazz




Vamos a tratar de ejemplificar y pensar en dos de los paradigmas musicales más disímiles que existen en el bajo mundo de la música. La música denominada (y mal llamada) “clásica” que interpreta una orquesta sinfónica (o lo que quede de ella después de tanto recorte) frente a la música que llamamos “jazz” y que interpreta una big band o combo.

Ambos contingentes deberán contar con un director, sin embargo, el director de una sinfónica, suele ser un tipo que estudió con Lázlo Lozla en algún conservatorio de Alemania con un nombre gutural e impronunciable, alguien que ha dirigido orquestas por todo el mundo incluida la de la Fosa de la Marianas. Deberá de ser alguien que posea el don de la gestualidad mayúscula (alumno de algún mimo famoso), una cabellera abundante para darle mayor énfasis a los fortes, exquisito en su lenguaje (aunque en casa sea procaz), que vista como un “dandy”, de preferencia alto, espigado y que en el paquete incluya el ser portador de un discurso pausado, ecuánime pero a la vez muy cabrón. Su sueldo, casi siempre será descomunalmente asimétrico comparado con el de sus colegas. En cambio, el director de una big band o combo, posee otros atributos: le debe gustar ir alcoholegio, será capaz de arreglar o componer música para su banda, el corte de pelo será más corto, o de plano puede estar calvo y ser punto de referencia en las salas: “Mira, de la fila donde está el pelón, a tres butacas…” Deberá ser caimán, desconfiado y mujeriego (la santísima trinidad). 

Ambas agrupaciones requieren de músicos profesionales, o al menos “hueseros” que manejen una serie de códigos comunes y consensuados en la comunidad musical (la notación musical en el pentagrama, el hexagrama o de perdida los “cifrados” aunque sean del Guitarra Fácil). Así mismo, cada músico ha de ser especialista en el manejo de su instrumental (desde las voces hasta cualquier instrumento, pasando por el celular o el Ipod, sin dejar a un lado los videojuegos portátiles).

Ahora bien, las configuraciones organizativas y la decodificación de códigos son cosas muy distintas en ambas agrupaciones:

En una orquesta sinfónica o filarmónica (resumiendo mucho la metáfora), la organización es rígida hasta caer en el excesivo rigor férreo de la disciplina militar. Salvo muy raras excepciones, la distribución o colocación de las secciones de instrumentos en el escenario, esta petrificada y prefijada. Cada familia de instrumentos (nunca de músicos) es un subsistema organizado en el que el estatus de cada uno de los músicos se define por aspectos comunes como el currículum, antigüedad, “nivel” técnico, interpretativo, amistad con el director o el administrador, para lograr diafanamente su incursión en el puesto, así como el tamaño del cheque que percibe. De hecho, el ingreso se produce normalmente mediante el sistema de audición, también llamado de “oposición” (a las normas éticas). Por ejemplo, la posición o lugar de un violinista en su sección o grupo –a la izquierda del padre –el director o capataz‐ nos indica la importancia de éste en el organigrama hasta llegar al más “macuco” o importante de todos: el concertino, que viene a ser como el “gran Tatich” o el músico de mayor rango en ausencia o francachela del director, además de ser el encargado de ejecutar los solos de violín (o hacer como que los toca) si los hubiera y de otras cuestiones tan vitales como la afinación y arcadas o ahorcadas de la orquesta. La lógica interna de una orquesta sinfónica está muy próxima o cercana a la de una dependencia de administración pública; a estructuras internas ordenadas bajo el tipo llamado  o denominado “burocrático”. Lo que no está escrito (en la partitura) no existe, y lo que existe es susceptible de ser interpretado a su antojo. La improvisación está prohibida –de hecho será perseguida, castigada y es punible‐. Cada músico debe interpretar lo que está escrito y unicamente lo que está en la partitura (a veces). Como lo que está escrito es interpretable o eso creemos (tempos, aires, acentos, duración de los calderones, intensidades, etc.), es imprescindible un director. Esta será la persona que se encargue de que la complejísima orquesta sinfónica, suene como un solo instrumento o amotine al público para que le devuelvan sus entradas. De hecho, el director o pseudo-director es el primer cliente de la orquesta, ya que le exige a esta que suene como él la quiere oír (salvo exponenciales casos en donde suena como el “billete” o la cruda dictan). No obstante –e inevitablemente-, el director dará la espalda al público (no así al contrabando o billete boca abajo).

¿Cómo es el entorno o la atmósfera de una orquesta sinfónica? El público hace como que guarda un respeto reverencial a la orquesta y a su música (casi huele a mármol), por lo tanto: toserán, llegarán tarde, hablarán por celular, se abanicarán con el programa de mano procurando generar el mayor ruido posible,  saludarán de viva voz al conocido del palco de enfrente, en los pasajes pianissimo, alguien del público procurará buscar su llavero y hacerlo sonar, se escuchará al bebé llorar y a la madre consolarlo diciéndole: "shh shh Mickey, duérmete..."; no faltará el imprescindible tosedor, el cual será retwiteado por algún pequeño grupo de espectadores, entre 15 o 20, no más. En los silencios será obligatorio escuchar el tono de algún celular al ritmo de reggaeton o cumbia. También se vuelven imprescindibles los “sabelotodo”, personajes imaginarios que no paran de hablar y opinar a cada nota. 

Acoto que el público (según la leyenda en las entradas) no puede pasar a la sala una vez que se haya iniciado el concierto, sin embargo, las consabidas frases de “yo soy compadre del director, yo soy del patronato y cada mes doy mi donativo de “Gansitos Marinela”, “me están esperando adentro porque soy de la prensa”, “los de mi familia eran  hacendados”, (hacen dados), “mi hijo es el de tramoya”, etc., serán el pasaporte o derecho de picaporte, de todos los retrasados o enemigos acérrimos de la puntualidad. Ampliando un poco más, si alguien tiene un acceso de diarrea, deberá tratar de aguantarse o salir de la sala, ante la mirada conminatoria y el aire contenido de los espectadores de las butacas cercanas, y sólo podrá desencadenar su furia, una vez terminada la parte pianissimo de la obra. La posición del escenario respecto al público, marcará distancias insalvables; las fronteras físicas y económicas de la “casta divina” y, de ser posible, se colocará una red protectora contra botellas o misiles dirigidos al inmaculado conjunto. La arquitectura de los teatros, estará calibrada para que el sonido se dirija unidireccionalmente, o viaje cual chisme de connotación sexual, del escenario a la parte de butacas y nunca al contrario, salvo… muchísimas excepciones.

Eso sí, (o no), el público evaluará al final (siempre al final de la obra y nunca en cada movimiento de la misma, con la honrosa excepción de los “sabelotodo” o intrigantes enemigos y adversarios del solista o la orquesta) con un estruendoso aplauso mayor o menor, más o menos entusiasta, la música que ha escuchado, o hasta se pondrá de pie, según sea el tamaño de la ignominia musical o de la bochornosa interpretación. También se podrán dar los casos en donde las señoras emitan sus juicios sumarios con frases simples como: “tocan chulísimo”, “esta guapísimo el de la trompetota” (tuby la tuba), ¿viste los harapos de la violinista? ¿Viste que mal tocaba la violinista del noveno atril? “No me gusto el piano porque sonaba un poco sordo…” ¡tremenda estupidez! ¿Un piano sordo?

Si lo que ha ocurrido en escena ha trascendido o a transmutado la mera corrección en la ejecución de notas, y ha estado dotado de una pizca de emoción, 2 toneles de vinagre, un pellejo de tomate, 1 cucharada de emulsión de Scott, de sentido y de pasión, esa emoción habrá sido transmitida a los finos y educados oídos de los “oyentes”, mejor conocidos como “proles”. De lo contrario, la interpretación dejará frío e impávido al auditorio bajado de las alturas de los dioses del Olimpo.

La Big Band Jazz

Entonces, ¿qué es lo ocurre en una orquesta de jazz? Considerando los aspectos comunes -se trata de música interpretada por profesionales o “hueseros”, casi siempre vestidos de color hueso (negro)-, existen aspectos diferenciadores muy interesantes. La organización interna e intestinal es mucho más horizontal. No siempre se perciben los sueldos, ni por colocación ni por otros aspectos visibles, así como las diferencias de estatus entre los componentes del grupo, en pocas palabras el “caimán” lo tiene todo bajo control. Se trata de una organización mucho más horizontal, y a veces la música se vuelve un mero acto o estado vertical de un deseo horizontal entre los músicos (hombre y mujer). Normalmente –eso creo- en el jazz clásico, existe una línea melódica (o de coca, según sea el caso) escrita en la partitura que todo el grupo sigue en cada pieza (comúnmente tomada del Real Book). Sin embargo, algunas veces, un instrumentista puede lanzarse al vacío sin paracaídas e improvisar, explorar o explotar otros caminos musicales que hacen que el tema inicial pueda llegar a ser inexistente, irreconocible o de plano aborrecible. En ese momento, otros instrumentistas pueden volver al tema inicial o principal para salvarlo e ir recogiendo y retornando al argumento común, hay que salvar a aquel que se lanzó a la improvisación y no quiere callarse (a romper con la tesitura y con los compases ordenados). Nadie aquí puede dar la espalda al público (y al contrabando) y se permite no ir de smoking, sonreír, hurgarse la nariz (drogarse o emborracharse a veces) mientras se interpreta no sé qué.

La interacción con el oyente final (el público) es mucho más cercana (incluso se permite beber, fumar, hacer ruido, conversar o “fajar” con el de al lado). Como es más cercana la transmisión de emociones bidireccionales entre el público y los músicos, se pueden alcanzar niveles de frenesí. Incluso a veces, los músicos de jazz y su público hablan de experiencias de comunión entre unos y otros (dependiendo del tipo de porro). A la orquesta sinfónica dicen que se llega “aprendido” o “reprendido” de la casa. Al grupo de jazz se debe llegar para explorar (oler o esnifar), para aprender en cada minuto, para mover la cabeza y los pies al ritmo de la música, aunque sea de forma arrítmica.

No nos engañemos, ambos modelos de grupo pueden protagonizar una ejecución musical maravillosa o limitarse a la taquimecanografía con las notas o con una leve corrección para alcanzar el puchero (billete)–algo muy distinto a lo que se llama “hacer, recrear o de plano despedazar la música”.
La clave entre un grupo y otro, más bien es otra. La orquesta sinfónica y la de jazz no son excluyentes entre sí, ni mucho menos (quizá enemigas sí). Un mismo músico (profesional o huesero) puede organizarse de ambas maneras, al estilo sinfónico o al estilo del jazz, para hacer una música excelente, emotiva, pasional (o sin vergüenza). El asunto es de contexto y situación ¿Cuál es la música que el público quiere oír o chiflar en cada momento? y ¿Cuál es la queremos interpretar los músicos o musicópatas? ¿Mozart o el Gangnam Style?...todo depende de los clicks en youtube.com o el nivel de cultura o contra cultura de cada quién (o de cada naco). 

¿Cuál debería de ser la música que se fundamente en un servicio realmente social? (vulgarmente llamados fiesta asonada o “peda”) ¿Cuándo debemos estructurarnos como una orquesta sinfónica (dizque ordenada y sin improvisación ni burlas al director o solista) y cuando debemos desestructurarnos para ser un grupo de jazz o de “huesos” (Desordenado y abierto al desmadre, cual mercenarios del dinero).

Nosotros deberíamos ofrecer una absoluta orientación al público, hasta el punto de desorganizarnos y reestructurarnos internamente para poder aportar la música que el cliente (si hay billete sustancioso de por medio) desea escuchar. Además, él es el que paga la entrada, la casa “chica”, el que lanza su moneda a la lata si interpretamos “su” música callejera y la razón de ser de nuestro trabajo-hueso-chamba. Sea cual sea la música requerida, por lo que siempre se nos puede demandar es por interpretación, emoción, sensibilidad (por ejemplo “La Granja” de los Tigres del Norte). Este aspecto es cultural y requiere de un compromiso individual muy serio y exigente de nuestra parte para acrecentar nuestro compromiso con la sociedad y sellar un pacto visionario con el futuro que nos demanda la sociedad en su conjunto a través del Gangnam Style o lo que fuere, porque como dice mi psicologo de cabecera Daddy Yankee: “Lo que paso, paso…”

Estoy seguro que debemos ahondar en el lenguaje común, compartido y universal. Si la comunidad intelectual y profesional no llega a lograr o conseguir acuerdos mínimos en cuanto a conceptos y lenguaje en materia de servicios sociales con la música, no podremos hacer música con otros “colegas” enemigos o contrincantes. Cualquier sistema que pretenda compartir información musical en Inpiernet,  deberá gastar mucha energía y lana en esta parte del proceso. Esta es una chamba eminentemente técnica en la que no estamos invirtiendo lo suficiente, o de plano la estupidez ya hizo su parte. De no ser así, la ceremonia de la confusión  estará servida en bandeja de plata y conlleva a usar un léxico al más puro estilo “Platanito”. 

Las orquestas deberán poder tocar unidas (en ocasiones muy contadas, así lo creo), porque en algunas obras se requiere de un volumen musical más amplio (intensidad) que requieren de la fusión coyuntural (y de billetes) de ambas orquestas, y no tendrán otra opción más que la verle la “jeta” al colega de la otra orquesta. Éste es un momento excepcional para el aprendizaje (y el desquite), para el “me las pagarás”, para conocer otras formas de hacer “vendeta”. La construcción del lenguaje común y la apertura a los desaprendizajes, son las claves para ello, además de el gozoso momento de tocar unas “comas” abajo o arriba en retribución o venganza al director concertador o pretencioso solista. 

En ocasiones hay que romper el compás y el orden, improvisar, explorar, adaptarse al entorno, imaginar, usar el ensayo‐error, o mejor aún, el error-error sin complejos, dejar que se caiga “accidentalmente” un atril o la tapa del piano (para eso están los pianissimos o el llanto de Mickey). No castiguemos la imaginación creativa en pos de un mal trago para el director, ¡hay que cagarla y bien!

Hablando de la simplificación de las cosas: como en toda obra de arte, la belleza (extremadamente compleja como Susan Boyle) suele encerrarse en lo sencillo. Lo artificioso, lo fragoroso (como el insondable lenguaje administrativo del 2+2 =5) suele anteceder a los bodrios pseudo‐artísticos que dejan indiferente y alterado al público conocedor. Lo más difícil en cualquier obra de arte no es añadir belleza o brochazos, sino eliminar lo innecesario, o eliminar la obra por completo; las notas de más, los silencios eternos de semicorcheas, los gestos del director, las flatulencias del compañero de atril, las indirectas, hacen la miel de una agrupación de estas magnitudes. 

Si hablamos de participación, sin la concurrencia activa de las personas a las que va dirigida la obra (antes, durante, después y por los siglos de los siglos), correremos el riesgo de no adecuar la actividad (o maldad) a lo requerido. Además, ¿qué pasaría si los oyentes pasivos  (o pachecos con porro en labio) se incorporasen también al escenario? ¿Qué tal un par de “pomos” o latas de cerveza contra la orquesta? ¿Algunos celulares timbrando a cada momento? o ¿Mickey soltando la teta de la mamá por el estruendoso fortissimo? Sin estás cosas los conciertos no serían lo mismo, no serían interactivos realmente. 

¿Qué tal si mencionamos los programas de mano? Los asistentes al concierto deben tener previamente el programa de mano (o un sello con forma de mano) con la información necesaria sobre lo que puede y debe esperar (ejecutantes, obras, intermedio si lo hubiera, e incluso patrocinadores como “Botanas la Lupita” o “Pico Rey”), tampoco dejemos a un lado todo el “chorizo” que suele anteponerse sobre la trayectoria del director o solista: Cuánto cobra, con quién anda de la orquesta, su grado de alcoholismo, a quién odia de la orquesta, que estudio con Lázlo Lozla, que dirigió frente al primer ministro de Tecoh, que concursó en un programa de Chabelo etc.  

¿Y si hablamos de la diversión? Los músicos debemos (casi por obligación y resignación) divertirnos en la interpretación (se valen expresiones tales como: Chin...la cagé, me comí 40 compases, me comí la partichela, ¿Llegué muy tarde? ¿Apoco estamos ya en el tercer movimiento?, etc). Sin la diversión, perderemos el interés, la pasión, la sensibilidad y terminaremos “solfeando” tristemente parti-chelas en lugar de hacer buena la música (o hacerle una buena a la música). Hay que cuidar a los músicos con todas su tropelías, fechorías y arbitrariedades.

La energía para integrar un sistema administrativo en un servicio músico-cultural y social, debe de proceder de la “prole”, de preferencia exreclusos o sátrapas. No hay estructura administrativa que no se vea impelida a modificar profundamente sus cimientos e incluso llegar hasta el mismísimo “pecado” para romper con las normas y declarar: ¿cómo le pagamos a estos weyes?

Meramente es una cuestión de enfoques...

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