En mis primeros años en la
escuela jamás me exigieron o forzaron para adquirir o comprar los libros en la
misma, nunca hubo una desavenencia, impedimento o problema porque fueran
usados, un poco desgastados o serios candidatos de fogatas decembrinas.
Mas aun, en muchas ocasiones los
libros que me escoltaron y acompañaron en toda la educación primaria o
secundaria, tenían más bosquejos, croquis, apuntes, dibujos o garabatos que los
brazos tatuados de un pandillero de la gran manzana, rebosados de tatuajes. En
algunos de ellos ya se veían las marcas del tiempo sanadas con tanta cinta
adhesiva, que lograba hacer que los libros se asemejarán a una momia en medio
de una marcha zombie. En otros ejemplares, se caían los pedazos de su páginas
cual confeti en fiesta infantil o huevos de feria. Tampoco me faltó el libro
que tenía más hongos que una fuerte dosis de penicilina. También tuve libros
con un tremendo parche de papel Kraft asido con resistol o cola en alguna de
sus hojas.
A través de las hojas de mis
libros, corrían ríos de muestras dactilares ajenas a las mías, mas muestras de
saliva que en un laboratorio del
IMSS, circulaban más bacterias que las coleccionadas en un laboratorio de
investigación.
Quizás muchas de sus páginas ya
palpaban y resentían el paso de sus innumerables dueños y otro tanto de sus copiosos
cambios de patrono.
Algunas de sus fachadas o
portadas, ya habían sido objeto de no pocas intervenciones con el empastador,
otra gran porción de sus hojas, ya eran serias candidatas de una intervención
mayor con el empastador: las esquinas superiores ya estaban más asimétricas que un periódico del
Siglo XIX, con el paso del tiempo –el implacable- los años habían hecho su trabajo para que su
elegante simetría rectangular perdiera cada detalle; a través de tantos años y dueños, sus páginas
habían perdido el marfil de su
perfil.
No se bañaban y perfumaban con el
singular olor de los libros recién comprados, pues les asaltó el mismo rumbo y
sucesión de herencia que la ropa de los hermanos mas grandes a los mas chicos
donaban.
Sin embargo, la vocación de los
mentores de la 82, iba mas allá del mero mecanismo de nuevo ciclo-nuevo libro.
No. Apostaban a otra cosa muy distinta: la tarea de transferir los contenidos
de aquellos incunables a la reflexión y razonamiento del alumno. Nunca fui
objeto de rechazo o burla por ello. Sin embargo, actualmente se avecina un
oscuro horizonte para esa misma materia: casi por regla o canon todos los
maestros exigen libros nuevos a los estudiantes. ¿Qué pretenden? ¿Uniformar las
formas o privilegiar el fondo? ¿Qué es más importante? Si actualmente tocamos
el tema de los uniformes será el mismo caso: todo nuevo. Entonces, la estrepitosa
y mentada reforma educativa (así con minúscula) ¿Son formas o fondos? ¿No se
ponen a pensar que los alumnos ya tienen otras herramientas y referentes para
llegar mas lejos? (ellos tienen Google, nosotros nos graduamos sin él) Creo que
nosotros, a pesar de haber vivido este lapso en una situación limítrofe, nos salvamos de esa basura
consumista.